(consideraciones de sobre el concepto en arquitiectura) [*]
A mediados de los años cincuenta del siglo XX, empezó a generalizarse la idea de que, si la arquitectura quería realmente alcanzar la abstracción, tenía que prescindir de los sentidos: la conceptualización del proyecto era –desde esa perspectiva– el único modo de recuperar el grado de universalidad que garantizaría una modernidad genuina. La insistencia en determinados rasgos estilísticos que –a juicio de algunos críticos– constituían el fundamento arquitectónico del Estilo Internacional, hizo pensar que empezaban a pervertirse los auténticos ideales de originalidad por los que tanto se había luchado.
Puesto que la abstracción no puede reducirse a un estilo determinado, sino que es una condición del proyecto, que tiene que ver con su asunción de los valores universales de la forma, se pensó que un modo garantizar lo trascendente sería recurrir al concepto como instancia determinante de la forma; es más, se creyó que la propuesta de un “concepto” para cada ocasión aseguraría la abstracción del resultado, por una parte, y la originalidad de la obra, por otra. El concepto resolvería, pues, todos los problemas que la crítica atribuía a la arquitectura moderna, a mediados de los años cincuenta del siglo XX.
Quizá el eco de la observación de Braque: “pinto las cosas como se que son, no como las veo” –con el sentido deformado por el paso del tiempo y el cambio de circunstancias–, dio pábulo a pensar que la modernidad auténtica reivindica la intelección frente a la mera sensación registrada por los sentidos. No; cuando Braque habla de “como se que son” no se refiere al conocimiento racional de la realidad frente al sensitivo, sino que se refiere a la “intelección sensitiva” frente a la “sensación óptica”: no se olvide que el opticismo a que había conducido determinado desarrollo del impresionismo no agotaba el problema del conocimiento –ni siquiera visual– de la realidad física. La propia pintura de Braque que corresponde al momento en que escribió la frase que comento –correspondiente a su período cubista– pone de manifiesto que la forma de conocimiento que aporta –el “como se que son”–, aún mostrándose crítica con el impresionismo –“como las veo”–es de naturaleza claramente visual.
De todos modos, según el proyecto de reforma de la arquitectura moderna, que se fraguó durante la segunda mitad del siglo XX, la imaginación –capacidad para identificar imágenes– actuaría directamente sobre el concepto, dando lugar a una obra específica, moderna y libre de la esclerosis estilística que los críticos ya advertían en la arquitectura moderna estabilizada por un modo de concebir preciso y fecundo –pienso en S.O.M., Mario R. Alvarez, Egon Eiermann–, aquella que colma de sentido la noción de Estilo Internacional.
El propósito benemérito de los críticos –pronto secundado por ciertos arquitectos jóvenes y por precipitados de todas las edades– partió de una asunción equivocada: la abstracción, efectivamente, no debe asociarse con un estilo, pero tampoco puede identificarse con la irrupción del intelecto en la arquitectura. Sobre todo, si el uso del concepto es instrumental, es decir, si se le requiere solamente por su presunta autoridad para verificar unas decisiones de proyecto sugeridas, a partes iguales, por la imaginación y el deseo.
En realidad, la estrategia de los críticos manifiesta la ignorancia de los principios básicos, no sólo de la arquitectura moderna, sino de la arquitectura, en general. Responsabilizar a la acción operativa de un concepto subjetivo y arbitrario la dimensión constructiva –ordenadora– de la arquitectura supone atribuir a la razón la capacidad de síntesis que la historia de la arquitectura ha demostrado que no se da sino con una práctica intuitiva que se apoya en la intelección visual, en el modo de conocer específico de los sentidos.
La importancia excesiva que habitualmente se atribuye a la imaginación deriva del cometido determinante que, durante las cuatro últimas décadas, se ha reservado al concepto: en efecto, si el concepto proporciona la legalidad básica, la imaginación se encargará de traducir los preceptos conceptuales en imágenes persuasivas, aparatosas, “impactantes”.
Pero si se tiene en cuanta que la concepción artística es incompatible con el uso de conceptos –por lo menos en el sentido legitimador en que los usan los arquitectos–, de modo que la construcción de estructuras equilibradas y consistentes tiene el ámbito específico de actividad –y, ala vez, el vehículo privilegiado de juicio– en la visión, la cualidad esencial del arquitecto no sería la imaginación –como a menudo se cree–, sino el sentido de la forma, como repetía Le Corbusier, cuando era requerido para que aclarase esta cuestión.
En efecto, la tarea del arquitecto no es proponer imágenes, más o menos fantasiosas –legitimadas por un “concepto”, más o menos ocurrente–, sino construir artefactos dotados de un orden consistente, que se manifiesta a la visión en términos de forma; es decir, la arquitectura tiende, en definitiva, a establecer un sistema de relaciones visuales entre materiales, compatible con la satisfacción de un programa, entendido en sentido amplio –constructivo, funcional, económico, etc.
No se trata por tanto de imaginar lo que se proyecta, sino de juzgar su prefiguración, para lo que es conveniente disponer de los medios más educados para disponer de tal prefiguración, en las mejores condiciones. La imagen subjetiva –fantasía gráfica que encuentra su culminación en el boceto expresivo, más o menos gestual– es una dimensión irrelevante para la verificación de la arquitectura: sólo si se trascienden sus valores plásticos hasta acceder a la manifestación del orden que estructura los elementos constitutivos del objeto, es decir a su forma. La reducción estilística de una arquitectura concebida con objetivo conformador y con propósito perfeccionista es –cuando menos– precipitado y, a la luz de la historia del siglo XX, corto de vista.
Desde esta perspectiva, el Estilo Internacional no tan sólo no fue un episodio esclerótico de la arquitectura moderna, sino que constituyó la culminación del sistema estético más complejo e intenso de la historia del arte: sólo quien se aproxima a sus productos con mirada dispersa, dispuesta a identificar los rasgos más inmediatos, concluirá que se trata de un estilo anquilosado.
Quien trate de reconocer la formalidad específica de un edificio con una mirada cultivada para identificar el matiz, verá en ese episodio de mediados del siglo XX la auténtica edad dorada de la modernidad, el momento en el que el conjunto de principios y propósitos que revolucionaron la concepción de la arquitectura se articulan en un modo de concebir fecundo y preciso, que es asimilado por sectores relativamente amplios de la profesión y la sociedad gracias a la relativa generalización de los valores en que se basan sus criterios visuales.
Pero para ello hay que superar un escollo que la experiencia muestra como prácticamente insalvable: mirar las obras que pertenecen al llamado el Estilo Internacional como un producto genuino de la sensibilidad visual de sus arquitectos, no como respuesta mecánica a una serie de preceptos estilísticos de carácter racional. Quien encuentre dificultad para el ejercicio que propongo, por falta del hábito de mirar o por la catarata que le provocan los prejuicios, puede imaginar la repercusión que tendría en la totalidad un ligero cambio en cualquiera de los elementos que observa. Apreciará que la identidad de lo observado depende de la precisión con que la arquitectura está construida –material y visualmente –, lo que le llevará a reconocer la condición visual de una arquitectura que hasta entonces consideró sólo razonable.
No; la arquitectura moderna no está determinada por el intelecto: por el contrario, es fundamente visual, lleva a extremo la dimensión constructiva de la visión, y tiene en la mirada el ámbito de juicio privilegiado. Nadie concluya precipitadamente que esta realidad supone desprecio o demérito para el intelecto, puesto que el juicio se produce a través de la visión, pero con el concurso de las facultades del conocer: imaginación y entendimiento. Nadie se sienta desamparado, por tanto, si deduce –con la razón– mejor que reconoce –con la mirada –, pero el mejor modo de recuperar el sosiego no es ignorando una circunstancia básica de la arquitectura por el hecho de que las últimas décadas haya tratado de encubrirse con el prestigio operativo del concepto.
A mediados de los años cincuenta del siglo XX, empezó a generalizarse la idea de que, si la arquitectura quería realmente alcanzar la abstracción, tenía que prescindir de los sentidos: la conceptualización del proyecto era –desde esa perspectiva– el único modo de recuperar el grado de universalidad que garantizaría una modernidad genuina. La insistencia en determinados rasgos estilísticos que –a juicio de algunos críticos– constituían el fundamento arquitectónico del Estilo Internacional, hizo pensar que empezaban a pervertirse los auténticos ideales de originalidad por los que tanto se había luchado.
Puesto que la abstracción no puede reducirse a un estilo determinado, sino que es una condición del proyecto, que tiene que ver con su asunción de los valores universales de la forma, se pensó que un modo garantizar lo trascendente sería recurrir al concepto como instancia determinante de la forma; es más, se creyó que la propuesta de un “concepto” para cada ocasión aseguraría la abstracción del resultado, por una parte, y la originalidad de la obra, por otra. El concepto resolvería, pues, todos los problemas que la crítica atribuía a la arquitectura moderna, a mediados de los años cincuenta del siglo XX.
Quizá el eco de la observación de Braque: “pinto las cosas como se que son, no como las veo” –con el sentido deformado por el paso del tiempo y el cambio de circunstancias–, dio pábulo a pensar que la modernidad auténtica reivindica la intelección frente a la mera sensación registrada por los sentidos. No; cuando Braque habla de “como se que son” no se refiere al conocimiento racional de la realidad frente al sensitivo, sino que se refiere a la “intelección sensitiva” frente a la “sensación óptica”: no se olvide que el opticismo a que había conducido determinado desarrollo del impresionismo no agotaba el problema del conocimiento –ni siquiera visual– de la realidad física. La propia pintura de Braque que corresponde al momento en que escribió la frase que comento –correspondiente a su período cubista– pone de manifiesto que la forma de conocimiento que aporta –el “como se que son”–, aún mostrándose crítica con el impresionismo –“como las veo”–es de naturaleza claramente visual.
De todos modos, según el proyecto de reforma de la arquitectura moderna, que se fraguó durante la segunda mitad del siglo XX, la imaginación –capacidad para identificar imágenes– actuaría directamente sobre el concepto, dando lugar a una obra específica, moderna y libre de la esclerosis estilística que los críticos ya advertían en la arquitectura moderna estabilizada por un modo de concebir preciso y fecundo –pienso en S.O.M., Mario R. Alvarez, Egon Eiermann–, aquella que colma de sentido la noción de Estilo Internacional.
El propósito benemérito de los críticos –pronto secundado por ciertos arquitectos jóvenes y por precipitados de todas las edades– partió de una asunción equivocada: la abstracción, efectivamente, no debe asociarse con un estilo, pero tampoco puede identificarse con la irrupción del intelecto en la arquitectura. Sobre todo, si el uso del concepto es instrumental, es decir, si se le requiere solamente por su presunta autoridad para verificar unas decisiones de proyecto sugeridas, a partes iguales, por la imaginación y el deseo.
En realidad, la estrategia de los críticos manifiesta la ignorancia de los principios básicos, no sólo de la arquitectura moderna, sino de la arquitectura, en general. Responsabilizar a la acción operativa de un concepto subjetivo y arbitrario la dimensión constructiva –ordenadora– de la arquitectura supone atribuir a la razón la capacidad de síntesis que la historia de la arquitectura ha demostrado que no se da sino con una práctica intuitiva que se apoya en la intelección visual, en el modo de conocer específico de los sentidos.
La importancia excesiva que habitualmente se atribuye a la imaginación deriva del cometido determinante que, durante las cuatro últimas décadas, se ha reservado al concepto: en efecto, si el concepto proporciona la legalidad básica, la imaginación se encargará de traducir los preceptos conceptuales en imágenes persuasivas, aparatosas, “impactantes”.
Pero si se tiene en cuanta que la concepción artística es incompatible con el uso de conceptos –por lo menos en el sentido legitimador en que los usan los arquitectos–, de modo que la construcción de estructuras equilibradas y consistentes tiene el ámbito específico de actividad –y, ala vez, el vehículo privilegiado de juicio– en la visión, la cualidad esencial del arquitecto no sería la imaginación –como a menudo se cree–, sino el sentido de la forma, como repetía Le Corbusier, cuando era requerido para que aclarase esta cuestión.
En efecto, la tarea del arquitecto no es proponer imágenes, más o menos fantasiosas –legitimadas por un “concepto”, más o menos ocurrente–, sino construir artefactos dotados de un orden consistente, que se manifiesta a la visión en términos de forma; es decir, la arquitectura tiende, en definitiva, a establecer un sistema de relaciones visuales entre materiales, compatible con la satisfacción de un programa, entendido en sentido amplio –constructivo, funcional, económico, etc.
No se trata por tanto de imaginar lo que se proyecta, sino de juzgar su prefiguración, para lo que es conveniente disponer de los medios más educados para disponer de tal prefiguración, en las mejores condiciones. La imagen subjetiva –fantasía gráfica que encuentra su culminación en el boceto expresivo, más o menos gestual– es una dimensión irrelevante para la verificación de la arquitectura: sólo si se trascienden sus valores plásticos hasta acceder a la manifestación del orden que estructura los elementos constitutivos del objeto, es decir a su forma. La reducción estilística de una arquitectura concebida con objetivo conformador y con propósito perfeccionista es –cuando menos– precipitado y, a la luz de la historia del siglo XX, corto de vista.
Desde esta perspectiva, el Estilo Internacional no tan sólo no fue un episodio esclerótico de la arquitectura moderna, sino que constituyó la culminación del sistema estético más complejo e intenso de la historia del arte: sólo quien se aproxima a sus productos con mirada dispersa, dispuesta a identificar los rasgos más inmediatos, concluirá que se trata de un estilo anquilosado.
Quien trate de reconocer la formalidad específica de un edificio con una mirada cultivada para identificar el matiz, verá en ese episodio de mediados del siglo XX la auténtica edad dorada de la modernidad, el momento en el que el conjunto de principios y propósitos que revolucionaron la concepción de la arquitectura se articulan en un modo de concebir fecundo y preciso, que es asimilado por sectores relativamente amplios de la profesión y la sociedad gracias a la relativa generalización de los valores en que se basan sus criterios visuales.
Pero para ello hay que superar un escollo que la experiencia muestra como prácticamente insalvable: mirar las obras que pertenecen al llamado el Estilo Internacional como un producto genuino de la sensibilidad visual de sus arquitectos, no como respuesta mecánica a una serie de preceptos estilísticos de carácter racional. Quien encuentre dificultad para el ejercicio que propongo, por falta del hábito de mirar o por la catarata que le provocan los prejuicios, puede imaginar la repercusión que tendría en la totalidad un ligero cambio en cualquiera de los elementos que observa. Apreciará que la identidad de lo observado depende de la precisión con que la arquitectura está construida –material y visualmente –, lo que le llevará a reconocer la condición visual de una arquitectura que hasta entonces consideró sólo razonable.
No; la arquitectura moderna no está determinada por el intelecto: por el contrario, es fundamente visual, lleva a extremo la dimensión constructiva de la visión, y tiene en la mirada el ámbito de juicio privilegiado. Nadie concluya precipitadamente que esta realidad supone desprecio o demérito para el intelecto, puesto que el juicio se produce a través de la visión, pero con el concurso de las facultades del conocer: imaginación y entendimiento. Nadie se sienta desamparado, por tanto, si deduce –con la razón– mejor que reconoce –con la mirada –, pero el mejor modo de recuperar el sosiego no es ignorando una circunstancia básica de la arquitectura por el hecho de que las últimas décadas haya tratado de encubrirse con el prestigio operativo del concepto.
Extraido de: http://at06.blogspot.com/
[*] paréntesis puesto por administrador del blog, no corresponde al título del artículo
El artículo que pone Xavier (by the way, no dices de donde salio) me deja un poco más claro algunas cuestiones que tienen que ver con nuestra formación.
ResponderEliminarHace diez años que entré a la FAUG, era otro programa, pero la mayoría de los profesores son los mismos. En cuanto a taller de proyectos, para la mayoría de los profesores el concepto era algo indispensable y para algunos era también fundamental. Lo era en los terminos que lo explica Helio Piñon donde tenía que haber una correspondencia entre las imagenes del proyecto terminado y el "concepto"
- el profesor al ver la planta del proyecto de uno de sus alumnos proporcionada según la sección aurea y recordando que el concepto de dicho proyecto fue un nautilus:catarsis
- Claro!!! es un buen proyecto.
En los terminos que el arquitecto valenciano reivindica al estilo internacional (no solamente hay razón, sino sensibilidad por la forma), el "concepto", siendo una correspondencia abstracta puede ser correcto pero ¿Será suficiente?
Saludos